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Día del maestro Argentino

"Hay un Sarmiento para la escuela, otro para las apoteosis oficiales, otro para la erudición monográfica, otro para la polémica sectaria”, apunta Ricardo Rojas en su entrañable “El profeta de la pampa”.

Agonal, con frecuencia desbordado e intratable, controversial y fascinante a la vez, Sarmiento osciló entre un progresismo indiscutido en algunas materias y la intolerancia explícita en otras. A lo largo de su vida, en la que hizo un poco de todo “con la espada, a pluma y la palabra”, alternan anécdotas que lo pintan como un visionario sagaz con episodios propios de un cavernícola. Desde esa perspectiva, aún a riesgo de simplificar, bien puede hablarse del mejor y el peor Sarmiento.

El mejor es, sin dudas, el educador que interpeló el modelo de instrucción elitista y confesional vigente desde los tiempos coloniales. Un Quijote que declaró la guerra al analfabetismo y militó para que brotaran escuelas donde no las había y para que la enseñanza llegara a todos por igual. En un país despoblado, sin ciudadanos aún, planteó universalizar la instrucción como herramienta inclusiva y de responsabilidad estatal.

Barruntaba esas ideas desde niño, cuando su tío, José de Oro, lo inició en las primeras letras, que a su vez él enseñó a sus paisanos en la humilde escuelita de San Francisco del Monte, en San Luis. Entre 1845 y 1847 realizó un viaje por varios países del hemisferio norte que abrió su mente, sobre todo en los Estados Unidos de Norteamérica, donde el pedagogo Horace Mann y su esposa Mary le transmitieron sus valiosas experiencias. De regreso publicó Educación Popular, una biblia laica en la que sienta los principios que más tarde pondría en práctica e incluye un capítulo dedicado a la Educación de la mujer, en tiempos en que la mujer era considerada poco más que un adorno.

Ese fue el mejor Sarmiento; el que proclamaba que había que “educar al soberano”; el que bregaba para “hacer una escuela de toda la República”. Sin embargo, durante su presidencia no se llegó a dictar la Ley de Educación Común, que se sancionó en 1884, pero se hicieron muchas otras cosas, como traer maestras norteamericanas, la creación de la primera Escuela Normal para la formación sistémica de maestros en Paraná, la siembra de bibliotecas populares por doquier para incentivar la lectura y la puesta en marcha de una serie de institutos de enseñanza e investigación, como el Colegio Militar de la Nación, la Escuela Naval, el Observatorio Astronómico y la Academia Nacional de Ciencias en Córdoba. Sin olvidar la Sociedad Protectora de Animales, el Jardín Zoológico y el Botánico de Buenos Aires.

El peor Sarmiento, el lado B del personaje, fue el político. El que, tras la batalla de Caseros, en 1852, donde peleó del lado de los vencedores, dio la espalda a Justo José de Urquiza para enrolarse en el porteñismo duro, junto a Bartolomé Mitre, Valentín Alsina y demás halcones de la metrópoli convertida en ínsula rebelde. Creía ver en el entrerriano un remedo de Rosas, un nuevo tirano en ciernes proclive a replicar tiempos pasados e incapaz de librar al país de caudillos y mandones.

El mismo Sarmiento que, años después, escribió aquella carta fulminante a Bartolomé Mitre, vencedor de Pavón: “No trate de economizar sangre de gauchos; este es un abono que es preciso hacer útil al país”. En esa misiva, probablemente la más desafortunada de todas las que se conocen, expone su visión extremista del difícil momento que se vivía: “No deje cicatrizar la herida de Pavón. Urquiza debe desaparecer de la escena. Southampton o la horca”. Un par de años después se solazaba de la muerte del “Chacho” Peñaloza, uno de sus enemigos más acérrimos: “Sin cortarle la cabeza a aquel inveterado pícaro y ponerla en expectación, las chusmas no se habrían aquietado en seis meses”.

En la última etapa de su vida su carácter indómito se agrió aún más; arremetió en escritos rayanos en la xenofobia contra lo que, para él, lejos de ser un crisol de razas, como se proclamaría más tarde, preanunciaba la decadencia de la nación en ciernes. Ese fue el peor Sarmiento.

Murió en Asunción del Paraguay, el 11 de septiembre de 1888. Los diarios de la época, en un hecho inusual, se unificaron bajo el nombre de “La Prensa Argentina” para rendirle postrer homenaje. En el acto del sepelio hablaron varias personalidades destacadas; el vicepresidente Carlos Pellegrini lo despidió como “el cerebro más poderoso que haya producido América”.

El balance de la historia le fue favorable: pesaron más en el imaginario colectivo los aciertos que los errores. Su tesonera labor a favor de la educación fue reconocida por la Primera Conferencia Interamericana de Educación, reunida en Panamá en 1943, que instituyó el 11 de septiembre de cada año para celebrar el Día del Maestro.

A 134 años de su muerte, el insigne sanjuanino sigue invitando a ocuparnos de él…

11 de Septiembre de 2022

Día del maestro Argentino